La persona orgullosa, sujeta a la autoridad de otra, odia en primer lugar el yugo que en concreto pesa sobre ella.
En un segundo grado, el orgulloso odia genéricamente todas las autoridades y todos los yugos, y más aún el propio principio de autoridad, considerado en abstracto.
Y porque odia toda autoridad, odia también toda superioridad, de cualquier orden que sea. En todo esto hay un verdadero odio a Dios.
Este odio a cualquier desigualdad ha ido tan lejos que, movidas por él, personas colocadas en una alta situación la han puesto en grave riesgo y hasta perdido, sólo por no aceptar la superioridad de quien está más alto.
El orgulloso odia genéricamente todas las autoridades y todos los yugos
Más aún. En un auge de virulencia el orgullo podría llevar a alguien a luchar por la anarquía y a rehusar el poder supremo que le fuese ofrecido. Esto porque la simple existencia de ese poder trae implícita la afirmación del principio de autoridad, a que todo hombre en cuanto tal -y el orgulloso también- puede ser sujeto.
El orgullo puede conducir, así, al igualitarismo más radical y completo.
Fte: Revolución y Contrarevolución