Dios salve a la Reina

Estimado radioyente:

“A mi querida mamá, mientras comienzas tu último gran viaje para unirte con mi querido papá, quiero decirte simplemente esto: Gracias. Gracias por tu amor y la devoción a nuestra familia y a la familia de naciones a la que has servido diligentemente todos estos años”.

Estas simples y sentidas palabras de un hijo a su madre que acaba de fallecer no serían reproducidas por los diarios del mundo entero, si quien las pronunció no fuera el hijo de la reina Isabel II, actual Carlos III de Inglaterra.

Pocas personas entran en la leyenda de la historia antes de fallecer. Una de ellas, sin duda, fue la Reina Isabel II de Inglaterra.

Muchos factores contribuyeron para que, en el imaginario del mundo entero, cuando se hablaban de rey o de reina, todos pensáramos en la Reina de Inglaterra.

Su reinado alcanzó la impresionante longevidad de 70 años, sólo comparable al del Rey Luis XIV de Francia, conocido como el Rey sol.

A lo largo de esos 70 años se sucedieron 15 primeros Ministros en esa nación, comenzando por Wiston Churchill y llegando hasta la recientemente nombrada, Liz Truss. En esos mismos años se sucedieron 13 Presidentes norteamericanos y similar número de jefes de Estado del mundo entero.

Ella parecía una columna solitaria alrededor de la cual todo cambiaba y sólo ella quedaba inmóvil.

Sin embargo, a pesar de su estabilidad, ella tenía la gracia de parecer cercana a todos, comenzando por sus súbditos británicos y de la Commonwealth o a Mancomunidad de 54 países que la reconocían como Jefe de Estado.

En su libro “Nobleza y elites tradicionales y élites tradicionales análogas, en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana” el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira, explica esta excelencia entre la gracia de la caridad y la dignidad de su rango:

“Ejemplos típicos de esta aristocrática suavidad de trato se encuentran en muchas familias nobles que saben ser intachablemente bondadosas con sus subordinados sin consentir de modo alguno que sea negada ni empañada su natural superioridad:

Al respecto, el propio Papa Pio XII en una de sus alocuciones al patriciado romano, ya les señalaba: “¿No vemos acaso, en las familias verdaderamente cristianas, a los mayores patricios y patricias vigilantes y solícitos en conservar para con sus domésticos y cuantos les rodean un comportamiento conforme, sin duda, a su clase, pero libre de toda afectación, benévolo y cortés en palabras y modales, que demuestran la nobleza de sus corazones, que no ven en ellos sino hombres, hermanos, cristianos como ellos, a ellos unidos en Cristo por los vínculos de la caridad; de aquella caridad que aun en los más antiguos palacios consuela, sostiene, alegra y endulza la vida de grandes y humildes, principalmente en los tiempos de tristeza y de dolor, que nunca faltan en este mundo?”

Esa gracia, por lo tanto, no era sólo un carisma de su realeza. Era también y principalmente una determinación de su voluntad.

Ya antes de ser coronada reina, hizo un verdadero voto de dedicación a su nación y a su propia misión: “Declaro ante todos ustedes que toda mi vida, ya sea larga o corta, estará dedicada a su servicio y al servicio de nuestra gran familia imperial a la que todos pertenecemos”,

En el día de su coronación, el 2 de junio de 1953, volvió a repetir su promesa. «Las ceremonias que han visto hoy son antiguas, y algunos de sus orígenes están velados en las brumas del pasado. Pero su espíritu y su significado brillan a través de los tiempos, tal vez nunca más que ahora».

«Me he comprometido sinceramente a su servicio, como muchos de ustedes están comprometidos al mío. A lo largo de toda mi vida y con todo mi corazón me esforzaré por ser digna de su confianza».

A lo largo de esos 70 años, ella supo mantener su decisión en todas las circunstancias y en medio de todas las dificultades que no fueron pocas. Recordemos que el año 92’ ella misma declaró que había sido “un annus horribilis”, el cual estuvo marcado por una seguidilla de escándalos matrimoniales y divorcios de sus  hijos y el incendio del Palacio de Windsor.

Pero, ¿que lleva a tanta gente, que no pertenece ni a la Commenwalth,  ni al Reino Unido, a mirar con tanta admiración, respeto y cariño a una Señora que nunca vieron personalmente?

¿Quién es el Jefe de Estado que después de 70 años en el cargo es despedido con la gratitud y emoción de todos sus súbditos?

“No era sólo la reina de los británicos, sino una reina para todos nosotros”, declaró el Presidente del Brasil, junto con decretar duelo oficial de su país por su fallecimiento.

No hay duda de que la Reina Isabel no fue católica y, en consecuencia, en ella no brillaron las virtudes en grado heroico que son la característica de un santo.

Por ello, nuestro comentario está lejos de querer ser una hagiografía. Hubo, a lo largo de siete décadas, graves y no pocas lagunas y errores que la justicia y la misericordia de Dios tendrán presente. Sin embargo, hay un punto vital en que ella fue excelente: en el cumplimiento de su promesa inicial de dedicarse toda su vida “fuera ella larga o corta” al servicio de su misión de Reina.

Esa determinación y ese cumplimiento brillan particularmente en el panorama mundial donde quienes están llamados a la misión de dirigir a otros, en todos los campos de la existencia, en su gran mayoría, no hacen de esa misión un deber sagrado y una cruz a lo largo de toda su existencia.

Sin entrar en los designios inescrutables de la justicia divina, concluimos nuestro homenaje a esta Reina, por todo aquello que ella supo encarnar: dignidad sin altanería; simplicidad con dignidad; cumplimiento del deber sin dureza; constancia y perseverancia hasta el final en su promesa de servir.

Estas fueron las virtudes que la hicieron entrar en la leyenda, aún en vida y con las cuales, las generaciones que la conocieron la recordarán.

Una palabra por el espíritu de ceremonia y de solemnidad del espíritu británico, que en estas ocasiones refulge de modo especial.

Una lectora de un matutino santiaguino, la Sra. Josefina Sutil Servoin, en carta al Director, hace ver la diferencia de ese espíritu con el modo de proceder, tantas veces improvisado y sin protocolo de los actos oficiales nacionales.

Dice la misivista en su carta: “Sería bueno que los chilenos aprendiéramos de la solemnidad de los ingleses. Nos han dado un gran ejemplo de altura, nivel, forma, protocolos, respeto a las tradiciones y al patrimonio. Llenos de signos y simbolismos, periodistas, comunicadores, conservadores, laboristas y ciudadanos, unidos con impecables gestos de humanidad, sensibilidad y grandeza; luto, silencio y unidad. La forma es parte del fondo y por Dios que estamos lejos. Ojalá nos haga reflexionar y volver a la civilización con autoridad, respeto, orden y progreso”.

Estamos seguros de que las palabras de esa lectora interpretan a la gran mayoría de los chilenos, que una vez fuimos llamados “los ingleses de América Latina” y que hoy, lamentablemente, más podríamos ser llamados, “los destructores del patrimonio, de la etiqueta y del patrimonio”.

 

 

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